Es de tarde y es primavera. Fumo, busco en el aire
alguna señal que diga “fin”. La dehesa se extiende sin palabras, todo se agita.
Espero entre las ramas una señal que diga “ya”. El viento sopla suave, minúsculas
campanillas doradas menean la cabeza, dicen “sí”, dicen “no”, se contonean. Los
alcornoques murmullan y se contestan, no oigo sus preguntas.
El aire se abre paso en zigzag entre las flemas, Chasquea
en su garganta como una vela, su mentón se descuelga. Una enfermera dice “no tiene
tiraje todavía” y me mira. El oxígeno
gorgotea. Pienso en la chimenea de casa.
Es de noche y es primavera, el viento cuando no se
ve, se oye más. Los alcornoques crujen, se quejan y resisten; la dehesa aúlla lejos, como mil lobos en el horizonte. Árboles-dinosaurios cantan lo que fue y
cómo será; las copas se doblegan y se yerguen, sus raíces se encojen como dedos
de pies en un orgasmo. Arde su mano.
Es de madrugada y es primavera, a través de
la ventana miro el aire que hincha y deshincha su barriga. Una gaita carnosa. El sol asoma detrás de la loma,
su primer rayo alcanza un árbol que sale de una roca. No la abraza, la traspasa; es
pequeño, es testarudo, la luz es naranja.
Es medio día y es primavera. Todo está quieto, la
dehesa se doblega bajo el sol, contiene el aliento. Las hojas cuelgan, inermes,
de ramas calladas. Estertores cavernosos revientan el silencio, hacen
vibrar el aire de la habitación 410, empujan hacia fuera olores a alcohol y a
crema hidratante. Le toco los pies.
Son las cuatro y once minutos de la tarde y hace un
mes y seis días que empezó la primavera. La mandíbula caída deja a la
vista el abismo de su garganta. Un remolino de aire se precipita, desparece y
anida en el diafragma, se acomoda entre sus costillas. Y se queda. De su boca
sale una brisa, un halito, un suspiro. Burbujas de saliva. Después nada. Nada
más.
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